Solía pasear por los alrededores de la plaza Siam antes de ir al trabajo. Él la seguía sigilosamente camuflándose entre la multitud. Si ella entraba en una librería, él se ocultaba tras las arrugadas hojas de periódico que guardaba en su gabardina. Cuando se retocaba el peinado frente a los enormes expositores que había en la entrada del centro comercial, se le podía ver reflejado desde la lejanía. Siempre manteniendo una distancia lo suficientemente segura como para que ella no se diese cuenta.
Pero todo cambió cuando Malai entró en ese Café. Al doblar la esquina, descubrió una de las calles más bonitas de su ciudad. – Acabo de encontrar un tesoro. Esto es mágico. – se dijo a sí mismo Luang asombrado. Sintió como si se encontrase en un pequeño oasis que rompía con el dinamismo estresante de la gran ciudad. Como si ese pequeño trozo de calle no tuviese nada que ver con lo que ocurría a escasos metros de allí.
Un seguido de casas bajas construidas a principios de 1900. Humildes y sencillas. Sin excesos de ningún tipo. Y allí, entre esas casas se encontraba el Café. Humilde, sencillo; sin excesos de ningún tipo.
Malai estaba sentada y parecía estar disfrutando su último bocado de Pao Thai con langostino como si no hubiese un mañana. Una fuerza extra natural empujó a Luang a entrar. Pidió Panang Kai sin apartar la mirada de su objetivo y se sentó en la mesa con ella.
Pensaba que nunca te ibas a decidir a acercarte – Dijo Malai sonriendo mientras sujetaba la copa de vino.

Carles Armengol

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