Viernes. Él tenía fiesta así que el día prometía. Nos levantamos temprano con 2000 planes en la cabeza para descubrir que estaba diluviando. Se me torció la sonrisa. Nos pusimos en marcha igual, en busca de un buen lugar para desayunar y redefinir el día. Al pasar por delante me miró en tono inquisitivo para saber si me parecía bien el lugar. A aquellas alturas, empapada de pies a cabeza y con frío, me daba igual, la verdad, estaba muy ocupada maldiciendo el tiempo y mi suerte. Entramos y… luz, frescura, naturalidad, calidez, olor a dulce y café. Me cambió la cara.

Nos sentamos en una de las mesitas para dos, con simpáticas sillas de madera y toques de azul turquesa, aunque la barra que daba a la calle me hubiera tentado si no hubiera estado lloviendo. Tras el mostrador, el surtido de doughnuts más grande y original visto jamás (por lo menos, por una servidora). Era tan espectacular que hasta pasé por alto las tartas y pasteles caseros que había unos centímetros más arriba. Elaborados diariamente allí mismo, tenías desde chocolate blanco y lacasitos hasta de praliné con almendras pasando por frosting de cheesecake y trocitos de oreo. El cielo para aquellos que podríamos alimentarnos solamente a base de dulces. Me decanté por uno sin agujero, con crema y frutos silvestres (moras, fresas y arándanos), una combinación perfecta. Para beber, café con leche con corazón incluido.

Mientras recuperaba la temperatura con el calorcito del café y mi malhumor se disipaba con cada bocado, miré a mi alrededor, aparqué mis pensamientos y recuperé la sonrisa; teníamos todo un día lleno de posibilidades por delante.

Anna Codorniu
Fotos: Travel & Cake

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