Es martes por la tarde y fuera hace un frío del demonio. Nada en el mundo me puede hacer salir de casa, es más, ni siquiera pienso moverme del sofá, ni quitarme mi moño, ni mis calcetines gordos. Enciendo Netflix y en la cabecera me recuerdan que me he dejado por ver un capítulo de “The mind of a chef”, justo en el que David Chang se patea todo Tokyo buscando el ramen perfecto. Y sé que estoy perdida, esas cinco letras se han ido directas a mi cerebro y le obligan a coger el abrigo saliendo sin piedad a por mi objetivo: R-A-M-E-N.
Porque esta sopa japonesa de origen chino es mucho más que una comida, es una religión y mi obsesivo estómago bien lo sabe. Dirijo mis pasos a uno de mis locales favoritos especializados en tan suculento manjar, Ramen Shifu, donde puedes encontrar las variedades de cada región de Japón: el clásico Tonkotsu, el Shoyu (con caldo de soja, típico de Tokyo), Miso (de Sapporo), Tan-tan (picante con caldo de sésamo)…
Un neón rojo anuncia la llegada al paraíso y me siento en uno de sus bancos a mirar la carta, aunque ya lo tengo claro. Edamame y gyozas para ir abriendo boca y Tan-tan para después, bien picante para entrar en calor. Mi acompañante prefiere Miso, mejor, así le robo un poco. Asahi para beber y ganas de terminar con un mochi de té verde.
Fantasía cumplida y sonrisa de felicidad directa desde mis tripas. Es hora de volver a casa y hacer la digestión, ahora ya puedo acabar ese capítulo pendiente.
