Me vendaron los ojos y me dejé llevar. Aquella noche, no decidía yo. La última palabra, la voz cantante, no era la mía, aunque me costara aceptarlo. Tuve mis dudas aunque cuando llegamos a las puertas del restaurante, me gustó el bullicio que desde fuera se oía procedente del interior.

Una gran mesa llena de jóvenes comían y bebían animados, brindando y compartiendo deliciosos platos. En el restaurante no cabía nadie más. Las mesitas estaban llenas, también la barra con gente deleitándose con aperitivos antes de sentarse a cenar con la calma que sólo los sábados nos brindan.
Habíamos reservado. Necesario.
Nos sentamos en una pequeña mesa redonda junto a la puerta. Veíamos a la gente pasar por delante de la vidriera y al mismo tiempo vivíamos el ambiente animado del local. Nos perdimos en la carta mientras tomábamos sorbitos de una copa de vino tinto. El rosado, no existe en Lo de flor. Aquella noche no era una noche de decisiones propias y una vez más, me dejé guiar. Nos recomendaron los platos estrella de la casa y enamoró a nuestro paladar y a todos nuestros sentidos, una de sus sugerencias: la stracciatella.

Después de eso… podíamos morir.

Anna Alfaro   

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